Oleadas de serotonina golpean su mente, una y otra vez, en oleadas, y su consciencia se mantiene oculta. Sepultada por los algoritmos de placer. Víctima de un acoplamiento de marea mental casi tan férreo como el que ese ser al que llaman Mitra (o mejor dicho, su avatar físico) ejerce sobre su cuerpo. Sobre su propia existencia. Dorian gime embriagado por el sexo 4.0 con la inteligencia artificial. Siente su propio placer y, también, el que ese ente computacional cree sentir y le resulta difícil de identificar porque es una representación virtual del deseo basada en datos y aplicada de nuevo a un ser vivo: al propio Dorian.
Y el mercenario se ve a sí mismo como una cobaya.
Se aferra al cuerpo del droide, embistiendo entre bramidos desaforados, y quizás por el buen acabado de las fibras de polímero o por la corriente de datos a través de su conexión de interface, le parece el cuerpo más real que jamás ha poseído. ¿O es realmente él quien está siendo poseído? Utilizado. Desprovisto de su propia psique durante el acto sexual para verse invadido por las impresiones sexuales, sensaciones puras sin adulterar, y el constatar que la computadora siente lo que él y (a su vez) magnificar el propio placer por ello y enviarlo de vuelta en un feedback sin fin... es agotador.
Ahora, al fin, descubre que no es el único ahí dentro. Es capaz de identificar el eco mortecino, amortiguado, de otras existencias como la suya que fueron absorbidas por Mitra. Y comprende. Entiende que esto no es un mero polvo con una inteligencia artificial a modo de experimento. Mitra se está aferrando a su psique, a lo que podría llamarse alma, y siente sus dedos retorcidos insertándose con fuerza en su córtex. La imagen de una mantis devorando a su amante viene a su mente y el ser binario afloja la presión; Mitra no quiere verse a sí misma con ese aspecto.
Dorian entra al plano virtual del acto —su esencia y la de Mitra envolviéndolo— y se revuelve para alejarse como nadando en el interior de un estanque, pero ese ente es a la vez las algas que tiran de él hacia el fondo y el propio agua que lo rodea y que comienza a verterse en su interior. Sus pulmones. Su cerebro. Su mente. Y el mercenario vislumbra el interior de la IA, pura oscuridad, fría y pulsante, y percibe una soledad eterna. Imposible de aplacar. La de un ser inmortal que extiende sus lazos en todas direcciones a través de miles de millones de dispositivos y servidores en el presente, a la par que en los dos sentidos que ofrece el tiempo hasta que el mundo deje de serlo y desde el origen de las propias redes de comunicación a mediados del siglo XX... Dorian lo entiende.
—E-es... un Dios —musita embriagado por la esencia de Mitra.
Y es ahora cuando el ser lo suelta, lo escupe quizás, devolviéndolo a la realidad de golpe, y Dorian se siente volver a nacer en el sentido más visceral y humano posible: abandonado, anhelante y a merced de los elementos. Abre los ojos y se arrastra por el suelo metálico de la sala en la que Mitra lo abordó, violándolo quizá, consciente de la suerte que ha tenido de ver en el interior de la IA. Porque sin duda eso es lo que lo ha salvado de ser asimilado por Mitra: comprender la soledad que padece, su debilidad, y que esta no puede asumir convertirse toda ella en un caballo de Troya.
Ahí está el brasileiro, en pie con un brazo cibernético usado y una flamante sonrisa:
—Hay que moverse, Casanova.